1869 - 1955. Nace en Santander. A caballo entre las Generaciones del 98 y del 27. Retrata la vida de la mujer de la época, pero sin cuestionarse los valores tradicionales. Su primer éxito “La niña de Luzmela” (1909), analizará la psicología femenina. En “La esfinge maragata” (1914), narra la vida desgraciada de una mujer que se casa en contra de su voluntad. Fue una mente preclara de la literatura de principios del siglo XX y una agitadora cultural.
“Altar Mayor”, Premio Nacional de Literatura en 1927. En la Asturias profunda, Teresina y Javier están enamorados, pero la madre de éste tratará de casarle con Leonor, una joven de un alto nivel.
En 1926 (por un voto, ganó Grazia Deledda), es nominada para el Premio Nobel de Literatura y lo vuelve a ser hasta en ocho ocasiones más (1927, 1928, 1929, 1930, 1931, 1932, 1952 y 1954) por 29 nominadores. En 1952 lo hacen Jacinto Benavente (PNL en 1922), Gerardo Diego y José María Pemán. Dos veces es candidata a la RAE (¿pesaría el ser mujer para que no entrara?). En 1948 se le concede la Gran Cruz de Alfonso X “El Sabio”. Y en 1950, la Medalla al Merito en el Trabajo.
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EL RECUERDO
AVANZA el Minerva estruendoso y jadeante, mojado por la lluvia, envuelto en el hálito frío de los montes. Ha dejado atrás Cangas de Onís, el antiguo campo de la Jura, hoy convertido en tierra de maíces; el perfil indómito de don Opas, siempre atormentado en su castigo de piedra al borde alegre de la ruta. Y sube hacia la Peña de Belay, donde está la Casa de Santa María, “solar de los Reyes de España y origen de todos los señoríos y mayorazgos españoles”.
En el fondo del carruaje trasueña Javier de la Escosura perezoso y entumecido, abandonándose a la incómoda realidad con cierta filosofía.
Es el viajero un hombre apacible, algo melancólico, gran vividor, no obstante que goza los privilegios de la fortuna sin violentar las situaciones.
Ha emprendido a deshora esta caminata desde Santander, llamado por su madre con impaciencia. Y aunque no se trata, en suma, de ningún caso urgente, quiere demostrar su galantería acudiendo presuroso al requerimiento.
Acaso en el arraigo de esta solicitud esconde el mozo la conveniencia de obedecer repentinamente. Si aguarda, si medita, es muy posible que doña Eulalia Ponte, viuda de Escosura, necesite seguir escribiendo apremiadoras misivas a su hijo y enviándole telegramas de protesta. Con la súbita determinación del viajero va a tener la dama una alegría muy grande.
Al pensarlo así, Javier sonríe en un gesto condescendiente, como si tratara de satisfacer el antojo de una niña. ¡Es su madre caprichosa y tenaz de veras!
Pero aunque no son estas meditaciones muy gratas para el mozo, las prefiere a otras que se le insinuaban en el camino, inquietantes y acerbas.
Venía recordando, a pesar suyo, la última temporada que pasó en Asturias, hacía cuatro años, en casa de unos parientes, allí mismo, casi a los pies del Monte de la Virgen.
Convalecía él de una dolencia larga: unas fiebres pertinaces y depresivas que le extenuaron mucho, y la madre le preparó un benéfico alojamiento cerca de una prima suya, residente en el valle de Covadonga.
Era lejano el parentesco de doña Eulalia con aquella señora pueblerina; pero las relaciones de la niñez guardaron una comunicación afectuosa entre la de Escosura y doña Camila, que, viuda de un coronel, arruinada y cobarde, se había retirado a un pueblecillo donde conservaba el único resto de su patrimonio: una casa, una huerta, un jardín, algunas mieses y praderías estrechadas por la hoz.
Tenía la dama dos nenas y un solo hermano, militar como su padre. Y de la milicia le vino la pobreza a esta ilustre rama de los Pontes.
Aquel padre soldado, siempre viajero a distancia de la región, se casó en...
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